La serpiente
Por: Marlene M. Izquierdo Osorio
Estos días
han sido largos como la muerte. ¿Sabes? Ayer hubo una pelea en el pasillo…
Estos días han resplandecido y se han apagado, encendido y han explotado. Estos
días no han tenido noche alguna, pero tampoco han sido días, solo circunstancia
tras circunstancia. Día que se convierte en espera.
—Escúchame,
lo hale y junto a su oído: no te asomes a la puerta, espera por favor, siguen
peleando. Esto pasara rápido o no pasara del todo, así son las cosas. Día que
se convierte en riesgo.
Mi corazón está en mi mano, mis
manos sudorosas, que tiemblan, el frío las inunda. Esta el amor allá afuera, en
los recuerdos… me iluminan, son mi consuelo.
Todo comenzó al atardecer, en invierno.
Aquí son lluviosos y eléctricos. A las 5:45 p.m se
fue la luz eléctrica en la ciudad, aunque no parezca normal, ya nos habíamos
habituado a ello. “Para que luchar contra las tormentas”, dijo mamá, ella era
una mujer fuerte enraizada a la tierra. Yo no era así, era muy pequeña para
saberlo, de todas formas. Ella abrió las ventanas, y yo la puerta, que se
resistió, su madera se había expandido y las bisagras te hacían creer que en
cualquier momento se te iba a venir encima, y nos descuidamos, entro una
serpiente roja con marrón, se deslizo entre mis pies, subió por mi pantorrilla
y desapareció dentro de mí. Era muy pequeña, como para asustarme, pero era muy
inocente como para decirle a mamá. Antes de decirle, en el momento que la fría
serpiente, la refrescante serpiente me tocaba, juro que me quede callada, se
entiende que si a una serpiente no le hablas ella no va hacerte daño, las serpientes solo buscan tu
debilidad.
Entonces el amor se mantiene en mi
mente, tan fresco como la primera vez, lo estuve pensando. La mañana se
convirtió en espera, el libro se convirtió en silencio, en descanso. Bajamos la
guardia.
Al día siguiente no hubo luz
tampoco, mi mamá no sabía lo de la serpiente,
hasta que fue el pánico el que me rozo. No me gusta contar estas cosas,
me marea solo pensar que alguien pueda leer este fragmento de mi diario, porque
la paz es alejarme del miedo, ese temblor latente en mis manos cuando en la
oscuridad escucho alguna voz que proviene de la esquina. —Tengo miedo— pienso
—¿por qué?
—tal vez este loca
—no lo estas.
Luego ahogaba los gritos en la
almohada. Solo es miedo. Nunca te acostumbras. Te sucede en cualquier parte. En
un lobby, en el hotel Paraíso el Sr. Ortega con su calva, que media parte de su
vida se la pasaba pensando, los hombres que piensan en tantos pecados propios
pierden el pelo más rápido, y en forma de círculo en el medio del cráneo, así
era la cabeza del Sr. Ortega.
Él miro directamente a mí, y como
enseñándome dijo:
—Cuando tienes 9 años de edad no lo
entiendes. Se levanto y me pidió que lo siguiera. Caminamos hasta la playa, me
enseño todo mi futuro… era un pequeño regalo que teníamos los que llevábamos la
serpiente a cuestas y me enseño a verlo cuando quisiera. Con el uso pierde lo
interesante. A medida que pasaron los años me di cuenta: A veces ves cosas hermosas. Solo se decirlo de una manera: cuando vas a
morir, una luz que tienes adentro, la veo cuando las personas hablan, se va
opacando, hasta que deja de existir, algo tendrá que ver con el brillo en los ojos.
Sucede lo opuesto con los niños: la vida se revuelve y se agita en ellos, y
lloran porque es tan sorpresivo, que
asusta, la primera vez que lo vi me asuste. No por mucho, la luz era tan
brillante, que solo pude sentirme feliz.
Igual pasa cuando el amor te visita, no importa que no sea el tuyo, es
el alba y el atardecer mezclados, los recibes enteros dentro de ti, y solo
puedes sentirte eufórico, como si nada te faltara.
El resto del
tiempo intento no ver. Ayer hubo una pelea, eran seres oscuros, estábamos asustados y escondidos, no debíamos
atravesarnos. Pero tenemos suerte, casi nunca estamos cerca cuando sucede, ni
nos cruzamos entre nosotros: si lo estuviéramos, los que llevamos la serpiente
debemos escondernos, podemos quedar ciegos, y es tanta belleza, que, incluso
yo, me atrevería. Uno se acostumbra. Por eso me gusta estar un poco aparte, lo
malo es que nadie podría salvarme. A veces pienso que es mejor sentarse a solas
y no perder la cabeza: Es difícil silenciar lo que está allí, lo que puedes
escuchar… abrir la ventana y esperar que la serpiente salga por donde entro. En
realidad no sé quién es la serpiente, a veces asumo que es la muerte.
—Quédate
conmigo.
Abril 18 1985. Estado Miranda.
Venezuela.